Claudia, contoneó sus redondas y protuberantes nalgas, como queriendo dar de comer al hambriento caníbal que espera con ansias ser alimentado. Se recostó boca abajo en la cama de aquél motel barato, y mi rostro poco a poco se fue acercando a lo que sin recelo me ofrecía. Vaya, eran hermosas, las admiré boquiabierto por largo rato, hasta que mi tentación por besarlas y acariciarlas no se hizo esperar. La piel que las cubría era blanca y aterciopelada, y su aroma, ¡Dios, su aroma!, no lo he encontrado en ningún otra fragancia creada por las manos de los hombres. ¿Cómo era posible tanta perfección?
Besé, mordí y cubrí con saliva cada centímetro de su bien torneado culo. Después, lo abrí con mis manos y observé un pequeño y estrecho orificio que punzaba desesperado, como esperando una pinchadura que calmara sus ansias de ser tomado. Lo besé por el centro, y sentí como Claudia temblaba cada vez que mi mojada lengua se introducía más y más en su ano. Yo estaba como poseído, jamás había hecho algo así, pero me gustaba, me gustaba hacerlo, y a Claudia, sus gemidos decían que a ella le gustaba mucho más. Al sentir mi lengua acalambrarse, subí de tal manera que mi pene quedara resguardado entre sus glúteos.
Cuando Claudia sintió el líquido previo a mi eyaculación, me detuvo, lo tomó con sus dedos y lo utilizó como lubricante. Acerqué la punta de mi pene a su ano, y lo fui introduciendo lentamente, pude apreciar como aquella apretada guarida se iba abriendo poco a poco. Yo sentía un enorme placer, era como si en cada arremetida una fuerza oprimiera toda mi verga, todo aquello era desconocido para mí, y me gustaba, vaya que si. Alcanzamos juntos el clímax, hasta que bañe sus blanquecinas nalgas con mi semen. Claudia, con una irónica sonrisa simplemente me dijo: ¿te gusto?, y yo, aun dentro de su culo, contesté: ¿tu que crees?