Mis manos continuaron acariciando tus piernas, y eso bastó para que poco a poco me apropiara de lo que desde hace mucho me habías declarado prohibido. Pero al parecer, esa prohibición llegó a su fin cuando por encima de tu ropa interior sentí una breve humedad que a través de mis caricias iba aumentando. El apetito de carne que para entonces ya había despertado, me impulsó a bajar tus prendas que se interponían entre dos cuerpos ansiosos de placer. Fue entonces que te vi, cual modelo europea que posa para el artista. Tan bella, tan hermosa. ¿Y cómo no perder la razón ante tal celestial criatura?, ¿Cómo soportar la avaricia de ser sólo mía? No pude contenerme, no pude controlarme por más que dijiste no.
Tal vez, la fuerza que oponías era el incentivo suficiente para seguir, y eso provocaba una gran excitación que recorría mis agitadas venas. Estremecido, no soporté y hundí mi rostro en aquello que es regalo para los ojos de los mortales. Su aroma, una esencia limpia y pura que era un deleite para mi agudo olfato. Y su forma, un capullo de color rosado oscuro que era adornado por unos pliegues delgados y suaves. En la parte superior, un manojo de espinas que raspaban sin querer. Ante tal banquete, mi boca se hizo agua, no se resistió a probar y comenzó a saborear esos delicados rasgos de arriba abajo. Primero, lentamente y con delicadeza, para después dar paso a la lujuria y el desenfreno.
Así continuó y mi lengua llegó a introducirse a lo más profundo de tus ardientes entrañas. Claramente pude sentir como tus espasmos la oprimían rítmicamente sin compasión. Tus suspiros se convirtieron en la sensual melodía que siempre quise escuchar, y tus caderas eran el complemento perfecto para tal faena. Seguimos por otros cuantos minutos, hasta que de ese capullo brotó una miel caliente y transparente que te empapó toda, no tuve que pensarlo dos veces y la bebí a placer, era exquisita. Por vez primera había hecho gozar realmente a mi paladar con el néctar que sólo una mujer sabe dar. No pregunté nada. Tus gestos hablaron. Desde entonces, me has pagado una cita mensual al dentista que te empeñas en no abandonar.
Tal vez, la fuerza que oponías era el incentivo suficiente para seguir, y eso provocaba una gran excitación que recorría mis agitadas venas. Estremecido, no soporté y hundí mi rostro en aquello que es regalo para los ojos de los mortales. Su aroma, una esencia limpia y pura que era un deleite para mi agudo olfato. Y su forma, un capullo de color rosado oscuro que era adornado por unos pliegues delgados y suaves. En la parte superior, un manojo de espinas que raspaban sin querer. Ante tal banquete, mi boca se hizo agua, no se resistió a probar y comenzó a saborear esos delicados rasgos de arriba abajo. Primero, lentamente y con delicadeza, para después dar paso a la lujuria y el desenfreno.
Así continuó y mi lengua llegó a introducirse a lo más profundo de tus ardientes entrañas. Claramente pude sentir como tus espasmos la oprimían rítmicamente sin compasión. Tus suspiros se convirtieron en la sensual melodía que siempre quise escuchar, y tus caderas eran el complemento perfecto para tal faena. Seguimos por otros cuantos minutos, hasta que de ese capullo brotó una miel caliente y transparente que te empapó toda, no tuve que pensarlo dos veces y la bebí a placer, era exquisita. Por vez primera había hecho gozar realmente a mi paladar con el néctar que sólo una mujer sabe dar. No pregunté nada. Tus gestos hablaron. Desde entonces, me has pagado una cita mensual al dentista que te empeñas en no abandonar.
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