Ya no es secreto para los que leen este blog acerca de la presencia de mi enérgica ama en mi vida. Su apariencia impone una imagen que me incita una humillación que no puedo evitar. Todo en ella me despierta un gran deseo de servirle. Y ella, se siente poderosa de tener a sus pies tanta complacencia. Puede hacer conmigo lo que sus apetitos sexuales más sucios le provoquen. No puedo decirle que no, no, no puedo negarme a consentir sus caprichos. Mi existencia y pensamiento le pertenecen, es mi ama, mi dueña, ella lo sabe perfectamente, y quizá saberlo le ha valido para que en cada vez que sucede me exija a gritarle vigorosamente: “Soy tuyo”. Pero he de confesar que lo que hace no me es indiferente, me causa un gran placer, me excita, me provoca cumplir sus órdenes para que esté satisfecha, para que no se vaya de mi lado, para que nunca olvide que inclusive mi amor le pertenece.
Una vez, me visitó después de que el sol muriera cruelmente a manos de la luna. Tocó el timbre, y al abrir, mi ama con una brillante caja roja. No consintió en dejar saludarla, me tomó de la mano, y dirigiéndome, subimos por las escaleras hasta llegar a mi habitación. No dejó que de mi boca saliera palabra alguna, solamente con un movimiento brusco me empujó con sus manos y caí de espaldas sobre el alfombrado suelo. De la caja, vi como sacó un par de zapatillas. Eran de un color negro resplandeciente, y eran adornadas con un puntiagudo y metálico tacón. En ese momento quedé inmóvil, y sólo pude observar como se las iba poniendo lentamente para enseguida oír de sus labios: “Relajate”. Sentí como esos afilados tacones recorrían mi espalda muy suavemente, hasta que ella dejó caer su cuerpo sobre mí. Un intenso dolor se hizo presente. Sentir sus pasos era como miles de espinas enterrándose agudamente en mi ser.
No encuentro palabras que puedan contar completamente esa sensación. Pero puedo describir mi espalda llena de llagas provocadas por esos altos tacones de mi señora. Mi piel en carne viva por el poder de esas sensuales pisadas. Mi sangre que escurría sin control como el rio que se ha desbordado de su cauce. Y yo, rendido a sus pies. Y ella, poco a poco acercándose. Besando delicadamente las profundas marcas que me dejó, pero que produjeron un exquisito placer en ambos. Me recosté en su regazo, y dulcemente acarició mi cabeza con las yemas de sus dedos. No dijimos nada; nuestras miradas hablaron por nosotros. Esa vez, quedé profundamente dormido. Al despertar me di cuenta que se había marchado. No pude despedirme. Pero en la cómoda me dejó una nota donde me ordenaba que la esperara en la próxima luna llena, y sobre la cama, un par de zapatos de tacón manchados con sangre.
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