“E”, viene de lejos, bastante lejos, y llegó a mí, por
casualidad; una mañana de la recién comenzada primavera. Y desde que noté su
presencia a lo lejos, despertó mi libido. Se acercó, y sin cruzar demasiadas
palabras me llevó a una habitación tranquila, iluminada por una ventana donde
entraba una serena corriente de aire. Juntos los dos, presté atención a su
figura. Se dio cuenta que le observaba, y me besó, nos fundimos en un beso
suave y lento, acompañado de caricias que poco a poco me iban perdiendo en el
halo de excitación que nos rodeaba. Mis manos, se iban deslizando hasta
despojarle de sus ropas.
Pude observar su piel blanca e imberbe, y sin preguntarle,
le recosté bajo de mí. Sentí su cuerpo junto al mío. Abrí sus piernas, y
obsérvarle así, tan dócil, tan de mi propiedad, me excitaba cada vez más. Me
aprisionó con sus muslos y comencé a rozar mi pene en su entrepierna, la sensación
era placentera. Apreciaba sus gestos, sus gemidos, sus suspiros, su entrega. Y
en un instante de pasión desencadenada, le di vuelta, y se dejó, no opuso
resistencia. Admiré su espalda, pasmé mi atención en la línea que nace de su nuca,
que recorre su espalda y se pierde en el centro de sus nalgas. Era tan
exquisita esa escena que hundí mi impaciente lengua en sus protuberantes
glúteos y conocí un deleitable sabor que aún continúa impregnado en mi paladar.
Empapados los dos, no resistí, y penetré aquél agujero
que palpitaba por sentirse invadido. Lentamente comencé a moverme, y con cada
movimiento, me hundía más y más en ese cálido rincón. La sensación de abrirme
paso a pesar de su dolor era sensacional. Mi pene jamás había estado tan
apretado en un culo tan complaciente como el suyo. Ebrio de pasión, quise darle
a probar de mi hombría, y acerqué su boca a mi erección. Empezó a succionar, y
lamía de arriba a abajo como si esperara con ansias el regalo que se da a las
putas que han hecho bien su trabajo. Su lengua, su mirada, eran el complemento
perfecto, yo sólo me recosté y dejé que hiciera lo suyo. ¡Y vaya que lo sabía
hacer!
Pasados algunos minutos inundaba su boca con mi semen, quise
que se lo tragara, y lo hizo, lo hacía desesperadamente; por complacencia, por
sumisión. Se recostó a mi lado y nos perdimos en un profundo sueño. Sueño que
terminó al momento de partir, nos dijimos adiós. Pero tiempo después nos
encontramos nuevamente, lo hicimos, no recuerdo cuantas veces, pero yo quería
más y más, y la única manera de conseguirlo, era lograr enamorarle y hacerle
sentir especial para así obtener a toda hora y a cualquier momento el sexo que
tanto me había gustado.